Cualquiera que haya visto la película, El ladrón de las palabras, protagonizada por Bradley Cooper, será capaz de empatizar sobre el valor que tienen o no las mismas una vez plasmadas sobre un papel. Las cartas antiguamente tenían su liturgia, servían para comunicar grandes eventos, para hacer invitaciones, para saber de tus seres queridos, para expresar gratitud, admiración o nostalgia, también cualquier impresión o hasta tus mas ocultos sentimientos pues de forma oral las palabras en muchas ocasiones carecían de la misma intensidad o matiz que escritas sobre un papel. Uno depositaba sobre esas lineas inquietudes, reflexiones, describía el amor y el desamor, transmitia a su interlocutor una serie de conceptos que probablemente de otra manera seria incapaz de transmitir.
Como decía, todas esas cartas tenían su liturgia, el remitente se molestaba en plasmar sus mas ocultos deseos sobre una hoja de papel escribiendo palabras de su puño y letra, con pluma o con bolígrafo, con dibujos ridiculos en el borde, o aséptico, formal, carente de expresividad, después la introducia en un sobre con un pintoresco sello y enviaba dicho sobre a una distancia x para que el destinatario recibiera en ocasiones una grata sorpresa y en otras un lamentable pesar, eso si, siempre que la dicha fuera buena y la carta llegara a su destino en tiempo y forma.
Se generaba ilusión, romanticismo, un clima de pasión incomparable, a veces un gran drama no lo voy a negar, pero lo importante era el contacto, a veces frío otras tremendamente cálido. El destinatario al leerlas podía llegar a intuir los restos húmedos de lagrimas, las letras encorvadas ligeramente hacia arriba, o ligeramente hacia abajo cada estilo con su propio significado. Con su olfato podía incluso percibir el aroma agradable de ese ser querido en aquel instante en el que como aprendiz de novelista había decidido compartir sus pensamientos mientras con su tacto acariciaba la rugosidad mas o menos áspera del papel escogido. En verdad era como retroceder en el tiempo hasta ese mismo instante en el que el remitente había decido ponerse en contacto contigo.
Lamentablemente, hoy dia, es extraño o raro que alguien envíe una carta a otra persona, en la Era de las Telecomunicaciones, los mensajes son directos, de tu a tu, sin tiempo para la reflexión, para asimilar las palabras, para la autocrítica, para el contraste de ideas mas o menos acertado. Se mata el romanticismo, se liquida la liturgia. Directamente, obtienes un si o un no, se dificulta al fin y al cabo dicha comunicación por exceso de comunicación y por pura inmediatez. Al final dejamos de conocer a las personas de nuestro alrededor y solo percibimos lo inmediato lo mas cercano, los últimos 140 caracteres de su cuenta de twitter o su mensaje de whatsapp como si aquello representase realmente su pensamiento, sus sentimientos o sus mas oscuras inquietudes. Juzgamos a la gente por el cascaron del huevo y no por la yema o la clara que hay en su interior, olvidamos pronto porque nos comunicábamos y nos alejamos erróneamente de quien mas cerca deseamos estar.
Son paradojas de la vida como diría aquel, pero no esta de mas en ciertas ocasiones recordar todas estas obviedades pues después de todo para mi, ninguna palabra tiene tanto valor, que el valor que se le pueda dar a las palabras de una carta.