A veces se torna difícil explicar con exactitud por medio de palabras lo que significa sentirse un privilegiado.
A lo largo de mi vida quizás he tenido la buena ventura, esa brillante estrella que en plena oscuridad era capaz de iluminarme y guiarme por los caminos de la vida en los que hay que tomar decisiones y responsabilizarse de las mismas. Quizás todo haya sido una cuestión de actitud, de ser positivo y perseverante ante la adversidad, de marcarse pequeñas metas alcanzables y haber ido completando etapas de una manera más o menos acertada. No os hablo de descubrir la pólvora, de ser un genio en matemáticas aplicadas o haber teorizado sobre teorías de cuerdas o la cuerda que algunos le dan a sus teorías. Hablo más bien de haber tenido la oportunidad de conocer desde bien niño ciertas cosas que el ciudadano metropolitano de a pie en muchas ocasiones solo ha visto en documentales por la tele, o en libros especializados. Soy un privilegiado por haber vivido en un barrio humilde más parecido a un pueblo pequeño que a la ciudad a la que pertenece, donde todos nos conocemos y compartimos nuestras inquietudes y diferencias desde el dialogo y la búsqueda de entendimiento pese a que existan discrepancias. Privilegiado simplemente por saber lo que es comer un tomate cultivado por uno mismo, recoger unas patatas que más adelante freirás en la sartén recién cortadas o desplumar un gallo criado a base de maíz cuyos huesos marcan la diferencia con respecto a los huesos de los pollos de corral que todos y cada uno de nosotros por desgracia nos vemos obligados a comprar en el supermercado. Y no os digo nada de la sensación que tiene uno cuando en su vida ha podido levantarse por la mañana recoger un par de huevos recién puestos por sus gallinas y después freírselos con un poco de ajo laminado para desayunar, ajo que por cierto también había recogido de su huerta semanas antes. Soy un privilegiado por haber practicado la pesca en la Bahía del Abra, haber capturado algún verdel y haberlo degustado después en mi casa, asado, a la parrilla, compartiéndolo con mis padres. Es la calidad y el sabor del momento, momentos que pocos hemos podido disfrutar.
Soy un privilegiado, sí, pero tan normal como cualquiera que este leyendo estas palabras. Porque yo como tu soy un ciudadano de a pie con los mismos problemas e inquietudes que cualquiera, que se levanta para trabajar, que le gusta la música, la literatura, el cine, o pasar largos paseos intercambiando impresiones con cualquiera de mis valiosas amistades. Por eso, soy un privilegiado orgulloso de haberse criado en Santurce, o Santurtzi o Sant Georgi (su nombre original, sí del latín, pueblo fundado originalmente por unos monjes de origen inglés), pero sobre todo orgulloso de haberme criado en mi barrio, El Bullón. Porque aquí, en la casa familiar que ha visto como me hacía adolescente y después adulto, he aprendido un montón de cosas con las que a mucha gente quizás, les hubiera gustado soñar, un montón de experiencias a tan solo 5 minutos de un moderno fosterito de Metro Bilbao. Como en un cuento de hadas rodeado de Bonsáis y aves tan peculiares como faisanes, perdices o pavos reales, he disfrutado de momentos inolvidables que quizás con palabras difícilmente sea capaz de describir. Hablo de la felicidad del conocimiento de un mundo alternativo lleno de posibilidades en las que la creatividad construye por sí misma una riqueza incalculable. Hablo del orgullo de ser un chico de barrio, (para muchos barrio desconocido de Santurce), que se siente privilegiado porque sabe que es probable que en un futuro nada de lo que ha vivido pueda llegar a vivir su descendencia.
Por eso, cuando me preguntan de dónde soy, por delante, orgulloso, contesto: de El Bullón, sin duda, un privilegiado.
La foto es del Valle de Las Viñas en 1920.