A veces se te acumulan un montón de cosas encima del escritorio: bolígrafos, cuadernos, libros, gafas de sol, guías de turismo, polvo… Un montón de cosas que pueden ser reubicadas en otro rincón o que directamente pueden acabar en una bolsa de basura. Hacer la limpieza y ordenar a veces tiene sus daños colaterales. Es algo inevitable.
Comienzas tirando aquellos cordones de zapatillas que guardaste (cual síndrome de Diógenes) pensando que algún día utilizarías en otras zapatillas. Sí, esos que tenían dibujos de dólares. Luego te deshaces de los cinturones. También, esos que llevas sin utilizar desde que tenías veinticinco años pero que guardaste por sí un buen día te daba por volver a aquel estilo desordenado y desgarbado (por no decir descuidado) que por aquella época, fruto de tu pasotismo e indiferencia, decidiste llevar. Así, vas moviendo cosas de un lado para otro, reubicándolas, adelgazando tu colección de reliquias a la mínima expresión. De repente, un cajón que aparentemente estaba a rebosar de cosas “importantes” se queda en los huesos, vacío, tiritando, con cuatro cosas útiles y cinco inútiles que no te atreves a tirar todavía por si acaso, no vaya a ser que luego te arrepientas.
Entonces es cuando te encuentras una colección de gafas de sol. Te resistes. Eso no lo puedes tirar. Algunas son de cuando tenías apenas quince años. Estas otras, que están rotas, no son tuyas, pero son un recuerdo. Tampoco puedes deshacerte de ellas. Decides reubicarlo todo en la caja de los recuerdos. Ahí con cariño y delicadeza lo recolocas todo y continuas con la ardua tarea de limpiador.
La peor parte siempre tiene que ver con los papeles. ¡Malditos papeles! Dependiendo de cuánto tiempo haya pasado desde la última limpieza puedes encontrarte cosas que tú mismo escribiste en un momento en el que “el fuego invisible” decidió inspirarte. Y menuda inspiración. Te torturas leyendo a tu yo del pasado lamentándose por sus desgracias. Desgracias que se juntan con las del presente retroalimentándose y haciendo más difícil si cabe la tarea de limpieza que te habías propuesto a llevar a cabo.
De esta lista de cosas para introducir en una maleta puedes deshacerte. El viaje ya paso. ¿Las multas? Ya las pagaste. ¿Billetes de avión? ¿Si fuiste solo para que los quieres? Y así con todo, un toma y daca de sentimientos encontrados, lecturas lacrimógenas y ombliguismo humano en el que todos a tu alrededor conspiran contra ti porque eres guapo, rico y buen jugador como Cristiano Ronaldo. El resto es que no saben apreciarlo.
La limpieza, el orden, terminan convirtiéndose en un proceso de reflexión. De melancolía en el que sentimientos, emociones y recuerdos danzan contrariadamente de un polo positivo a uno negativo. Te quedas con lo bueno y te deshaces de lo inútil, lo dañino, de aquello que ya ha perdido su sentido de conservación. La recompensa llega cuando terminas, cuando sientes la satisfacción de haber vencido a la entropía y haber reordenado tu escritorio como si de toda tu vida se tratase finalizando ese proceso de reflexión y superando con éxito los daños colaterales derivados del orden y la limpieza. Sin duda alguna, todo un reto de superación personal.