…llegaba tarde, como de costumbre. En principio no tenía mayor importancia. Tan solo era el curso de adaptación. Una especie de recordatorio para aquellos que habíamos vivido el verano más largo de nuestras vidas tras superar la selectividad. ¿El curso? Dibujo técnico. Más de 100 futuros ingenieros apiñados dentro de un aula magna recibiendo una lección magistral del correspondiente profesor de turno. Es por vuestro bien – se repetía a sí mismo – no os imagináis la que os espera.
Por aquel entonces, con apenas dieciocho años compaginaba mis estudios con un trabajo de comercial. De lunes a viernes acudía a la oficina de una conocida compañía de seguros en Baracaldo. ¿Mi especialidad? El seguro de decesos. Sí, el de los muertos. Ese que se hacen los vivos para asegurarse un final acorde a sus posibilidades. Incinerado o enterrado. Ataúd de madera de pino, de haya o de roble. Con cristo o sin él. Con corona de flores o ramos a secas. Por supuesto la correspondiente esquela incluida, en diferentes tamaños y formatos en función del precio. Yo solo era un mero intermediario entre los vivos y su futura muerte. Un trámite insignificante, nada más. En cómodos plazos, mes a mes, durante toda su vida pagando céntimo a céntimo hasta el último detalle de su desenlace final.
Así, eran mis clientes. Pura amabilidad. Miren Josune… por ejemplo, acordándose de Franco cuando al contactar con ella por teléfono para sugerirle que se emancipara de la póliza de su madre, me dirigí a ella como María Jesús, tal y como constaba en nuestra base de datos registrada. ¿Perdona? Creo que se ha equivocado. Mi nombre es Miren Josune, desde tiempos de Franco no me llamaban así. – me aseguro vehemente. No le hizo ni la menor gracia, peor acabo el asunto cuando disociando su poliza de la de su madre, mi jefe de equipo dío de baja la poliza de su madre de taitantos años. Un desastre digno de un patán.
El caso es que siempre andaba de un lado para otro. Siempre con prisa. Recién matriculado en la Escuela de Ingeniería de Bilbao, había apostado mi futuro a convertirme en Ingeniero Superior en Telecomunicaciones. ¡Pobre iluso!.
Como decía, llegaba tarde. Como en casi todas mis citas. Era la primera clase de Dibujo Técnico del Curso 0. Bajo el brazo una cartera de cuero negro. Bien vestido, de traje y corbata. El pelo engominado y la sonrisa en el rostro. Venía de la oficina. Cruce pasillos, subí escaleras. Es importante causar buena impresión. Llegar tarde el primer día no era la mejor carta de presentación para mis nuevos compañeros.
Llevaban veinte minutos de clase aproximadamente. Me asome por el ventanuco, el profesor estaba dibujando la planta de una imagen tridimensional con sus correspondientes cotas y líneas. Mire hacia el resto del aula, alumnos de todas las ingenierías llenaban interminables hileras de mesas escuchando atentamente la explicación del profesor. Fui capaz de divisar a mis compañeros de clase, cerca de la ventana a unas doce filas de la pizarra. No había otra, me tocaba entrar.
Atravesé el umbral de la puerta y con paso firme y aparente parsimonia, pasé por delante del profesor y la pizarra consciente de que interrumpía la visión de cientos de ojos que se estaban percatando de mi llegada tardía. Me dirigí hasta la duodécima fila y allí en un sitio que mis amigos me habían guardado me senté. Mire a la pizarra y levante la mano. Al percatarse el profesor me dio la palabra. Todos los ojos se volvieron a tornar hacía mí. El tardón, o sea sé yo, pedía la palabra. Apenas llevaba un minuto en clase y ya tenía algo que decir. En el alzado de esa figura, la circunferencia debería ir en línea discontinua dado que desde esa perspectiva no es visible.– Dije con una ostensible satisfacción en el rostro y un atrevimiento cercano a la chulería más canalla.
El profesor corrigió su error y la clase prosiguió con toda normalidad. Así daba comienzo mi corto periplo por la Escuela de Ingeniería de la UPV. Curso 0: Año 2004.