Faltaban apenas dos semanas para selectividad. Tenía todo aprobado, había hecho nuevas amistades y había empezado a salir por Baracaldo. (Aún no bebía kalimotxos, prefería el vodka con piña).
Todo me iba de fábula. Tan solo quedaba superar un trámite menor y disfrutar del verano más largo que se podía tener antes de iniciar una nueva etapa en la universidad.
Durante esas dos semanas, se impartían clases para preparar la selectividad. Como eran opcionales en realidad, el curso para mí ya había terminado.
Aquel jueves yo tenía que asistir a una clase de matemáticas. A última hora. Por eso, quede con mis nuevas amistades en la playa de La Arena. Sol, arena y relax son la mejor receta para preparar una prueba importante. Desconectar de vez en cuanto permite maximizar la capacidad de concentración y mejora el rendimiento en los estudios.
Estando en la playa miré mi teléfono móvil y vi el típico mensaje que te indica que has recibido una llamada de alguien cuando el teléfono ha estado fuera de cobertura. En este caso se trataba de una llamada de mi madre, me extrañó, pero no le di más importancia.
Desde la playa hasta el Centro Educativo se tardaba aproximadamente una hora andando. Si bien no recuerdo si cogimos el autobús o volvimos andando, lo que es seguro es que llegue a tiempo para mi clase.
Nos encontrábamos esperando al profesor, cuando de repente un hombre trajeado que no conocía de nada entro en nuestra aula preguntando por mí. A mí me sorprendió, me parecía extraño. Me pidió que le acompañara y así lo hice.
Descendimos un par de pisos hasta un despacho. Durante el corto trayecto me hizo una pregunta indirecta. “Te imaginarás porque te he hecho llamar” me dijo con un tono cercano. Mi respuesta fue negativa. Sinceramente, en aquel momento no me venía ningún motivo por el que alguien que no conocía de nada quisiera reunirse conmigo. Diría que incluso me ilusione pensando que sería alguna sorpresa. Y tanto que lo fue.
Al llegar a la puerta del despacho, abrió la puerta y me introduje dentro. La situación fue todavía más desconcertante. Dentro se encontraba otro señor de traje que tampoco conocía de nada, bastante calvo, con un rostro mucho más amable que mi anterior interlocutor. A la izquierda sentada alrededor de la misma mesa, se encontraba mi madre. Entonces recordé la llamada. Se me pasaron muchas cosas por la cabeza, quizás le había sucedido algo a mi padre, quizás mi madre quería contarme algo, o quizás querían premiarme u ofertarme algo por vete tú a saber qué. Como suele recordarme mi padre: “no pienses hijo, que luego te duele la cabeza”.
Mis cábalas duraron el tiempo justo. Tiempo interrumpido por aquellos dos desconocidos, más propios de Men In Black que de un centro educativo como en el que me encontraba. Se identificaron como subdirectores del centro. Delante suyo tenían varios papeles con frases subrayadas y resaltadas. El calvo era más rechoncho, el otro más estirado de gesto serio e implacable. Así que allí estaba yo, nuevamente enfrentándome a una trampa, aunque esta era completamente inesperada.
Una de sus primeras preguntas era si me sentía a disgusto en el Centro Educativo. Mi gesto de extrañeza se incrementó. Sin embargo, al escuchar mi respuesta su gesto cambio drásticamente como si estuvieran descolocados y completamente desconcertados. Fui sincero, les dije que me encontraba muy a gusto en el centro, que estaba aprendiendo mucho y que había tenido muy buen año. Les comenté que tenía ganas de terminar ya y superar la prueba selectividad.
En ese momento, no sabían que decir. Algo no les cuadraba. Supongo que sus prejuicios. Al fin y al cabo, no me conocían de nada y era la primera vez que hablaban conmigo.
Así que metieron la primera y tiraron hacia delante con toda la artillería. Me hablaron de mi página web. Entonces entendí de que iba todo eso. Lo increíble es que desde la última publicación que había hecho casi una semana antes, yo ya me había olvidado de ella. Como decirlo, no sé, tenía otras prioridades.
Me preguntaron qué porque la había hecho si no estaba descontento con el centro. Les respondí que porque era el único capaz de hacer algo así. Es decir, nadie más en clase tenía los conocimientos suficientes para hacer una web de esas características.
Me aseguraron que se estaban planteando denunciarme y tomar acciones legales contra mí. Y criticaron abiertamente el contenido. Un contenido que en su mayoría era desconocido para ellos. La realidad es que solo los usuarios registrados tenían acceso total al contenido. Y yo era consciente que lo poco que habían podido visualizar, se limitaba a mis publicaciones en las noticias, las frases chorras de los profesores, la clase de metafísica del profesor de euskera y las pocas imágenes editadas visibles. Quizás vieron también el título del hilo del foro que decía aquello de “matrículas de los coches de los profesores”, pero jamás pudieron acceder a su contenido y aún a día de hoy realmente no saben a qué se estaban enfrentando. Tenían miedo a lo desconocido.
Cuando me dejaron, les explique que la web era una ironía, que no se trataba de algo que estuviera en contra del centro educativo, sino que trataba sobre ese centro desde un punto de vista irónico. Una parodia. Algo sano.
Empezaron a leer en voz alta, frases descontextualizadas de las publicaciones que había ido haciendo en los últimos meses en mi web. Como intentando demostrarse a sí mismos que yo tenía algo en contra del centro y que no era tal la ironía. De hecho, el subdirector que se encontraba enfrente mío a la izquierda, el calvo, me hacía burla, repitiendo la palabra ironía. Y preguntándome si había aprendido esa palabra en clase de Lengua Castellana y Literatura.
Mi expresión facial se tornó llena de incredulidad, pues el adulto que tenía delante de mí, se estaba comportando como aquellos compañeros de clase que el curso anterior la habían tomado conmigo. Es más, si como ellos aseguraban haber descontextualizado las frases de los profesores era algo que estaba mal, ellos se estaban rebajando a mi nivel descontextualizando las mías. De tal manera, que legitimaban mi acción y me hacían reafirmarme en que había hecho lo correcto, máxime cuando no albergaba maldad alguna en mis actos, solo era una forma de humanizar al profesorado que no está exento de crítica.
Ellos me recriminaron que no hubiera pedido permiso al centro. Me pusieron de ejemplo que había otras webs relacionadas con él, hechas por otros alumnos y que habían pedido permiso. Yo les respondí que no entendía porque debía pedirles permiso, que tan solo ejercía mi libertad de expresión desde un punto de vista irónico.
Defendí mi postura, indicándoles que no podían denunciarme por nada porque ni siquiera era el titular del website. Entonces empezó un rifirrafe, que el subdirector calvo y bonachón, zanjo con un “nosotros decimos que sí, tú dices que no. Lo que si podemos hacer es ponerte un manchón en tu expediente y hacer que no te quieran contratar en ninguna empresa en tu vida.”
Más tarde mi madre me confirmaría que los subdirectores, que previamente habían estado reunidos con ella, le habían confesado que era prácticamente imposible que prosperase la vía penal. Es decir, yo estaba en lo cierto.
Sin embargo, aquel alegato final fue suficiente para que mi madre rompiera a llorar, y por empatía me hiciera llorar a mí también. Era impotencia. La impotencia de un trato desigual e injusto, lleno de acusaciones y amenazas veladas. Les pregunte que querían, como reconducíamos la situación.
Me pidieron cuatro cosas. La primera, me expulsarían del centro educativo la semana que quedaba de preparación para la prueba de selectividad, algo en la práctica más simbólico que real, porque como ya he explicado técnicamente yo ya había terminado mi relación con el centro educativo, es decir, esas clases eran completamente voluntarias, por lo que no podían expulsarme si ya había terminado mis estudios. La segunda, que inmediatamente borrase la web y me comprometiera a no volver a subirla de nuevo. La tercera, reunirme con el claustro de profesores al día siguiente para pedirles disculpas a la cara. Y la cuarta, querían saber quién más estaba implicado para aplicarles el mismo correctivo que a mí.
De nuevo, era considerado una amenaza y acababa expulsado. Quién sabe quizás estaban en lo cierto.
Accedí a los tres primeros puntos, sin problemas.
Sobre el cuarto les dije que no iba a dar nombres de nadie, les explique que asumía la responsabilidad de haber creado la web y que consideraba que los alumnos de Bachillerato no tenían la culpa de haber hecho uso de ella. Ellos, en cambio, me aseguraron que tenían localizados a varios de mis colaboradores y que, aunque no los delatará, terminarían pagando las consecuencias.
Lo irónico del asunto, es que nunca supieron qué alumnos colaboraron (gran parte de los alumnos de segundo de Bachillerato, entre ellos muchos de los que me putearon el curso anterior), tampoco supieron que había dos profesores registrados con pleno acceso al contenido y mucho menos fueron conscientes de que si me hubiesen pedido por favor, que eliminase la web, lo hubiera hecho, pues el curso terminaba y actualizarla me suponía bastante tiempo debido al volumen de información que se había empezado a generar. Sin embargo, jamás se les paso por la cabeza pedir las cosas por favor. Las formas, en ocasiones, marcan la diferencia y en parte fueron las formas las que provocaron el resultado.
Estando ya en casa, mi madre me explico, que al parecer habían conseguido el número de teléfono de mi padre a través de un familiar. Mi padre se encontraba trabajando en Barcelona. Le pillaron subido en una grúa. El llamo a mi madre y mi madre a mí. Ya sabéis, estaba en la playa sin cobertura y no me enteré.
Además, me conto que el claustro de profesores había acordado en una reunión de urgencia ir en bloque contra mí y de ahí que urdieran la encerrona en presencia de ella. Su argumento era que eran educadores y que como educadores que eran debían sacarme de mi error para que aprendiese la lección. A mí madre no la convencieron, a mí menos. Irónico, ¿verdad?
Lo prometido es deuda.
Al llegar a mi casa, borre la web. Aunque debo confesar que algún que otro montaje y algún que otro contenido en algún sitio tengo guardado como recuerdo.
Al día siguiente, viernes, a la hora acordada me acerque al Centro Educativo. Baje al salón de actos y allí se encontraba todo el claustro de profesores, el subdirector estirado y serio que apenas había hablado en aquella reunión y otro actor nuevo que no conocía. Se trataba del director del centro. Yo iba completamente solo, tenía dieciocho años.
Los profesores propusieron coger las sillas y hacer un circulo (los círculos de Podemos no fueron una idea original de Pablo Iglesias y sus seguidores, en Alcohólicos Anónimos lo llevaban haciendo desde 1935 y tampoco es una idea original de ellos). Éramos unas veinte personas más o menos, mi profesor de matemáticas, el de física, la de filosofía, el de Autocad, la de inglés, el de Historia… etc. Sentados en círculo me observaban, atentos, expectantes. Como es lógico, ante tanta expectación no podía defraudar a mi público, así que no falle.
Era mi turno.
Tome la palabra con seguridad. Tenía claro lo que quería decirles pues había tenido tiempo suficiente para reflexionar sobre lo ocurrido el día anterior en aquella reunión con los dos subdirectores. Así que usando las palabras adecuadas empecé de la siguiente forma: “Bueno soy consciente de lo que hacemos aquí y lo que esperáis de mí, pero antes de disculparme me gustaría que cada uno de los profesores me respondieseis a dos preguntas. La primera, indistintamente del contenido me gustaría saber que os ha parecido la web, y la segunda, me gustaría saber qué es lo que os ha ofendido del contenido a título personal…”Ipso facto, fui interrumpido.
El subdirector, serio y estirado, me robo la palabra. “Creía que ayer habías entendido de que iba esto” – dijo visiblemente enfadado. Claro que lo había entendido, tenían miedo de expresar su opinión por separado. De inmediato, le corto el director. “No, no, yo le entiendo” dijo en tono conciliador como intentado hacer gala de algún poder sobrenatural. Como si se creyera que pudiera leer mi mente. Así que el insensato continuó sin devolverme la palabra – “El chaval lo que pretende es conocer con más exactitud cuál ha sido el daño que ha causado”. Para ser sincero, ese punto de vista ni se me había pasado por la imaginación, en realidad, pretendía ponerles enfrente de un espejo a ellos mismos con sus incongruencias. Hacerme justicia.
Tras la intervención del director, tomo la palabra el profesor de matemáticas. Los matemáticos suelen aplicar muy bien la lógica y el sentido común, si conocéis a alguno tenedlo bien cerca, siempre os darán buenos consejos. “Desde mi perspectiva, creo que con respecto al tema este de la página web, ha habido un antes y un después una vez se realiza la publicación: Vedi, vini, vici.” – señalo perspicazmente.
Peque de prepotente, quizás de arrogante, me pudo la euforia de haber superado los exámenes supongo. Aquella publicación, si no recuerdo mal, era una arenga. Una arenga al alumnado por su resistencia, por haber sido capaces de superar los obstáculos y haber terminado el curso satisfactoriamente. A pesar de las muchas anécdotas que podían poner en entredicho la calidad de nuestra enseñanza, ellos lo habían hecho posible con su dedicación, su esfuerzo y su tiempo de estudio.
Posiblemente utilice terminología bélica, como si de a una tropa uniforme y bien pertrechada dirigiese mis palabras. Algo más propio de un megalómano, que de un joven tímido que había tenido dificultades para relacionarse con sus compañeros. Supongo que los profesores se asustaron, lo que precipito todo un despliegue que me pareció más propio de la mafia siciliana que de un grupo de educadores.
Hubo varias intervenciones, en las que cada uno hacia sus cábalas sobre lo que yo había hecho y dejado de hacer. La verdad es que al final no me dejaron hablar ni siquiera para pedir disculpas. Me sermonearon. La profesora de filosofía asevero pues que bueno, que si estaba hoy ahí era porque estaba arrepentido y mis disculpas eran sinceras. Ilusa. Aunque debo reconocer que asentí, ¿qué hubierais hecho vosotros ante un tribunal que te está juzgando sin tan si quiera un abogado de oficio? Era un combate desigual.
Al final el director tomo la palabra y concluyo de la siguiente manera, unas frases que debo de reconocer que no olvidare jamás: “…esperamos que hayas aprendido una lección de lo sucedido. Te agradecemos sinceramente que hoy hayas venido aquí a mostrar tu arrepentimiento porque como cuerpo docente somos ante todo educadores… Y no vayas diciendo por ahí que te hemos amenazado, porque podríamos haber hundido tu futuro y, sin embargo, como somos educadores te hemos dado una oportunidad. No la desaproveches. En cuanto al resto de alumnos que han colaborado contigo, los tenemos localizados, así que no vamos a permitir que quedes como un mártir. En los próximos días, tendremos reuniones con ellos del mismo modo que las hemos tenido contigo…”. Bastante claro, ¿verdad?
Don Vito Corleone acababa de hacerme una oferta que no podía rechazar. Los educadores, es decir, mis profesores (incluso los que desde un principio habían conocido mi web) guardaron silencio, actuaron en manada para defender sus intereses, la dignidad de su profesión y el prestigio de su centro educativo que había sido puesto en jaque por un niñato adolescente. Me parece absolutamente legítimo. Sin embargo, anula cualquier superioridad moral sobre el alumno al que intentan educar.
El director con unas pocas palabras había conseguido tirar por tierra cualquier intento educacional sobre mi persona. No solo me había explicitado una amenaza velada, sino que, además, me había recomendado que no lo contase. Se había quitado la máscara.
Directa o indirectamente, conseguí mi objetivo. Retratarles. De eso iba toda la ironía de anti-somo.tk.
Un retrato de los fallos del sistema observados por alguien que se aleja de la muchedumbre y que construye su propio criterio con mucha sorna y mucha burla socarrona. Sin filiación, sin complejos, sin deudas al marco preestablecido. Tenía libertad para hacer eso. Y, por tanto, por ser libre, por ser yo mismo, pude poner en entre dicho su mundo ideal.
No obstante, puedo reconocer sin pestañear que aprendí muchas lecciones de la experiencia, mejoré como persona. Aprendí a ser algo más prudente, no tan impulsivo a la hora de tomar decisiones. A pedir permiso. Aprendí que no todo vale, que hay que garantizar la privacidad de las personas. Que, si no estás de acuerdo con algo, existen otros medios. Aprendí que muchas veces la ironía no es tan sencilla de entender y que lo que para unos puede ser gracioso, para otros puede ser ofensivo. Aprendí a ser leal con mis valores y mis ideas. A responsabilizarme de mis actos. A asumir las consecuencias y no intentar escurrir el bulto. Aprendí a argumentar y defender mis puntos de vista. Aprendí a ser algo más humilde, aunque aún hoy día me cueste contener mi arrogancia. Aprendí como funciona el poder y como enfrentarme a él. Pero no fui el único que aprendió algo.
Ellos también aprendieron. No sé si para bien, o para mal.
A raíz de aquellos sucesos, los educadores aprobaron un nuevo reglamento escolar que se aplicó en el siguiente curso. Se prohibió el uso de elementos electrónicos dentro de las aulas, el tomar fotografías, audios o videos de los profesores o alumnos. Se estableció un marco sancionador. A pesar de este marco regulatorio, excompañeros míos que habían acabado repitiendo me pidieron que volviese a colgar la web. Sin embargo, fiel a mi palabra les dije que no, porque me había comprometido a no volver a subirla.
Gracias a esos repetidores, durante algunos años, en los patios del centro, en las aulas y en sus pasillos se extendió el rumor, la leyenda, la historia que afirmaba que aquel duro reglamento escolar era a consecuencia de un alumno que había puesto en jaque a todo el profesorado de bachiller con una página web y que este había terminado expulsado.
Me pregunto después de tantos años como estarán lidiando estos educadores con la era de Facebook, Twitter, Instagram, los memes, las fakenews, el bullying y ese largo etcétera… tan de moda en la actualidad.
Justicia poética, sin duda. Pues nada esto hubiera sucedido si aquel día en aquel parque de Pamplona no llego a salir del autobus escuchando Limp Bizkit. Nada hubiera aprendido en esos dos años si me hubiera bebido aquel kalimotxo. Nada de esto podría estar contando si me hubiera dejado arrastrar por la masa. Si por pensar diferente, ser libre y yo mismo, esa turba no me hubiera expulsado.